May
27
2013

El ladrón cuántico, de Hannu Rajaniemi



Sólo un voto separó las candidaturas para los Hugo de 2012 de Leviathan Wakes y El ladrón cuántico. La primera novela entró entre las cinco finalistas pero por su calidad no tendría que haberlo logrado; ocurre lo contrario con la segunda, porque El ladrón cuántico, la ópera prima del finlandés Hannu Rajaniemi, es una novela asombrosa.

“Como siempre, antes de que la mente bélica y yo empecemos a acribillarnos a tiros, intento entablar una conversación distendida”.

Así arranca esta trepidante historia donde un futurista ladrón de guante blanco será rescatado de la eterna Prisión de los Dilemas para robar algo que siempre se le ha resistido. Me gustaría golpear con este comienzo a los escritores que consideran innecesario enganchar al lector desde las primeras líneas. Hannu, más hábil y sensato, nos empuja por un tobogán confeccionado a escala subatómica: no podemos hacer nada salvo dejarnos arrastrar a su sorprendente universo.

Más que rápido, El ladrón cuántico tiene el endiablado  ritmo de un tren bala que no espera a sus pasajeros. Durante el primer tercio del libro tenemos la impresión de que asistimos a una trama que no se nos cuenta de frente sino en escorzo, como si la cámara del narrador estuviese algo escorada y tuviéramos que alzar el cuello para ver mejor las escenas. El efecto aumenta el vértigo y las páginas vuelan. (Haciendo uso de metáforas del libro, es como si la historia se protegiera con su propio gevulot y sólo se nos fuera abriendo a cambio de Tiempo).

 

“El infierno — le digo — es donde están todas las personas interesantes”.

Suelta a un Arsenio Lupin posthumano en una ciudad del ultraterraformado Marte junto a una luchadora épica y un Sherlock al servicio de un misterioso caballero y tendrás una bomba de racimo a punto de estallar. No, los personajes no son tridimensionales ni tienen un arco de gran recorrido. Pero esta novela no los pide: lo que pide es acción, giros argumentales y tecnología. Y a los personajes esto se les derrama por los poros (resultando incluso excesivo en ocasiones).

Uno de los éxitos de Hannu es su propuesta de personajes femeninos — más interesantes en realidad que sus compañeros de reparto — que no sólo son determinantes para la historia sino que encajan a la perfección en un puzzle tan tradicionalmente masculino como es la ciencia ficción dura.

“Se siente sucio al comprender de repente que hay personas que saben quién es y a qué se dedica sin que él haya compartido nunca su gevulot con ellas”.

Una de las cualidades más incisivas de la ciencia ficción dura es su hermetismo. Sacar una frase como la anterior de contexto es hacerla indescifrable. Sin embargo, es esa dificultad, es ese vocabulario específico, el que otorga la potencia al género para capturar y manipular nuevos conceptos tanto dentro de la narración como fuera de ella, utilizándolos a modo de espejo para reflexionar sobre nuestra propia condición y prejuicios, un terreno tan reclamado por la literatura tradicional y en el que, sin embargo, nos adentramos con mayor facilidad cuando el prisma de la ciencia ficción gira y nos lo muestra mediante alguna faceta oculta.

El “sentido de la maravilla” es casi constante; asusta que el trabajo de un primerizo juegue con tanta materia prima, si bien es cierto que mucha es mera decoración de cuento oriental. Y aquí surge la única pega auténtica que puedo ponerle a este descomunal trabajo. La historia es fascinante, los personajes son atractivos y la narración es vertiginosa, pero nunca nos abandona un cierto sentido del deus ex machina en toda la trama: la ayuda acude en el momento justo, la tecnología precisa está siempre disponible y el concepto que aplica se inventa para la ocasión. No tenemos la agradable sensación de que la historia esté improvisándose ante nuestros ojos, sino que parece orquestada desde el principio, lo que a mi entender le resta espontaneidad y algo de valor.

 

Por contra, quienes suben todavía más enteros en mi escala de admiración son el traductor al castellano, Manuel de los Reyes y la editorial, Alamut.

El primero porque en esta novela hace sentir al lector tanto su pasión por el género como su madurez como profesional. El ladrón cuántico es un trabajo de veterano, rico y técnico, un máster doble en contenido y forma con el que Manuel de los Reyes se postula con rotundidad no como artesano sino como artista.

La segunda, por sus múltiples apuestas: por la inclusión del nombre del traductor en la contraportada (algo que aunque no me hubiese gustado la novela no podría dejar de aplaudir), por la arriesgada incorporación a su catálogo de un autor novel y, sobre todo, por la voluntad de traer a nuestras estanterías un trabajo excepcional y complejo de ciencia ficción dura. Claro que, tras leer la novela, ya sabemos que no era una verdadera apuesta: Alamut jugaba sobre seguro.

No sé si El príncipe fractal, la segunda parte de esta trilogía, volverá a quedarse a un voto de entrar en la final de los Hugo. Lo que sí sé es que esperaré a que Alamut nos la traiga para leerla con avidez.


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