Apr
08
2013

Mucho por escalar



Cenaba con un editor. Hablábamos, cómo no, de libros. Sus preferidos, los Grandes, libros con mayúsculas, libros que yo también adoro.

En un momento de la conversación me miró pensativo y dijo: “no entiendo cómo puedes leer ciencia ficción”.

En aquel momento, sonreí. Ahora, le ofrezco una larga respuesta.

La postura de este gran editor no es insólita, sino un lugar común que resumo: la literatura de género fantástico es literatura barata.

Corroboro esa postura. Pero añado: la que no es de género fantástico también. Y aún más: las mejores obras del género son más exigentes para lectores y escritores que las mejores obras “literarias”.

De forma simple, atendiendo a una clasificación de complejidad dual escritura/contenido, tenemos las siguientes posibilidades. Gráficamente:

Cuadrantes literarios

 “Sencillo” y “complejo” se refieren aquí a la accesibilidad inmediata por parte de un lector medio. No se habla aquí de calidad, sino de dificultad de acceso. Hay libros nefastos y libros de excelente factura en cada cuadrante.

Me he tomado la libertad de asignar una etiqueta a cada cuadrante para facilitar la discusión. Cuando utilice en este texto las palabras “elemental”, “profundo”, “poético” y “hermético”, lo haré exclusivamente para referirme a uno de estos cuatro cuadrantes.

El cuadrante elemental es el de la mayor parte de las novelas que se publican, con independencia de género y temática. Su principal foco de atención está centrado en la entrega de una historia básica a la mayor audiencia posible. No es necesario ningún conocimiento o prerrequisito para disfrutar de esta obra (más allá de saber leer).

  • Ejemplos: Ruido de fondo, Crónicas marcianas.

El cuadrante profundo se diferencia del anterior en que no cualquiera puede leer una novela de esta categoría de forma inmediata. Hay, por decirlo así, unas reglas que debe conocer, un bagaje. Sin embargo, la escritura es sencilla (sea o no de calidad). No es por tanto un problema de que vocabulario taxativo o sintaxis sofisticada, sino más bien que las realidades o contenidos a los que se refiere el texto no son de dominio público o exigen trabajo.

  • Ejemplos: Crítica de la razón pura, Axiomático.

El cuadrante poético es el inverso del anterior: aquello de lo que habla el texto es sencillo, comprensible; pero la forma, el despliegue narrativo, es exigente.

  • Ejemplos: El ruido y la furia, El Silmarillion.

El cuadrante hermético es poco visitado (siempre hablando en general y con vistas al total de obras publicadas). Todo en el es difícil, tanto la forma como el contenido.

  • Ejemplos: Ulises, Embassytown.

Si organizamos esta misma clasificación de forma piramidal, tenemos:

 Triángulo literario

Si asumimos que el lector “parte” de la base de la pirámide, parece evidente que los libros que llegarán a más público, los más populares, son los elementales: lenguaje accesible e historias sencillas. Los escritores que opten por lo profundo o poético habrán recortado sus expectativas de público en favor de una lectura más intrincada, bien por el empleo del idioma, bien por una sustancia densa.

Los autores herméticos llegarán a poco público; es parte de su objetivo. Escriben para los pocos que suben hasta la cúspide, con pocas concesiones para el resto.

He utilizado deliberadamente la imagen de una pirámide para resaltar el sentimiento que subyace en muchas valoraciones de libros: unos son mejores que otros porque están por encima en la pirámide. Pero la imagen del cuadrante es también un buen reflejo de la realidad: cada área tiene lo mejor y lo peor que se ha escrito y sólo hay diferentes exigencias para el lector.

Los cuadrantes profundo y poético son quizá los más interesantes porque hacen concesiones. El cuadrante profundo busca transmitir un conocimiento intenso y de difícil acceso. El cuadrante poético busca explorar el lenguaje.

En el primer caso (profundo), el lector tiene que trabajar para entender lo que cuenta el autor aunque el lenguaje se le haga trasparente. En el segundo (poético), el lector tiene que trabajar para entender las frases aunque lo que le transmitan sea evidente (una vez que lo entienda).

Por ejemplo, la primera proposición del Tractatus Logico-philosophicus:

“El mundo es todo lo que es el caso”.

Es una frase sencilla a nivel de lenguaje, pero de comprensión compleja (profunda).

Por otro lado, la primera frase de Finnegans Wake:

“riocorrido más allá de Eva y Adán; de desvío de costa a encombadura de bahía, trayéndonos por un cómodio vícolo de recirculación otra vuelta a Howth Castillo y Enderredores”.

Cae en el cuadrante poético, una vez leídas las notas eruditas que me explican que habla del río Liffey en Dublín (poética).

La dificultad de “El mundo es todo lo que es el caso” proviene de los referentes de las palabras “mundo” y “caso”. ¿A qué “mundo” se refiere el filósofo? ¿Habla de la Tierra como mundo, o al mundo de los animales, vegetales o minerales? ¿El mundo de la filosofía, tal vez? ¿El universo? ¿Todo lo que existe y puede existir? Y, ¿qué es el caso? ¿Un suceso? ¿Un archivo en el despacho de un detective? ¿Una herramienta de la gramática? ¿De qué habla?

Las palabras son símbolos, convenciones, que posibilitan la comunicación de ideas, pero cuando escuchamos o leemos, normalmente tratamos de desempaquetar estos referentes que hay detrás de las palabras. Quienes entienden la proposición de Wittgestein lo hacen porque tienen esas nociones filosóficas de las que habla el alemán y por tanto están en disposición de abordar con él ese diálogo diferido que es la filosofía.

En cambio todos entendemos la frase “el río Liffey, que está en Dublín”, aunque no sepamos realmente si hay un río llamado Liffey en Dublín ni lo hayamos visto jamás. Pero Joyce comienza de una forma tan artificial su trabajo no porque quiera hablar del río Liffey, sino porque el río Liffey le sirve para hablar: de lo que Joyce habla es de su propia escritura. Intenta crear nuevos símbolos y estructuras para referirse a una realidad conocida. Pero para poder acceder a esos símbolos, se requiere por parte del lector un trabajo de investigación, una estratificación de conocimientos.

En ambos casos el texto se dirige a un público escaso con el que el autor comparte vocabulario, tradición e intereses. No hay mejor o peor: sólo una torre de referentes distinta sobre los que ascender.

El lenguaje en todos los casos es un vehículo para trasmitir. En los cuadrantes poético y hermético, además, es parte de lo que se intenta trasmitir. Hay una barrera de entrada, un peaje lingüístico para cualquiera que pretenda adentrarse.

La imagen de la pirámide es reveladora: para lograr acceder a un texto hermético es necesario un doble trabajo: ascender primero la vertiente poética y, una vez llegado al límite, adentrarse en un tramo profundo, o viceversa.

Aclarados los conceptos, trataré ahora de precisar por qué las obras de género suelen estar tan desprestigiadas por los intelectuales, partiendo de un fenómeno curioso: de hecho, leen género. No lo reconocen como tal, no inscriben las lecturas en el género, pero lo leen y estudian.

Por ejemplo: La Odisea o La Ilíada: dioses, monstruos, héroes y aventuras. Fantasía barata.

Pero fantasía de cuadrante poético. Vale la pena recordarlo: no hablo de que sea poesía, sino de su complejidad de interpretación.

Alguien afirmará que esto es falso; al fin y al cabo muchos lectores la han leído sin excesiva dificultad y preparación. O eso dicen. Leamos el comienzo de La Odisea:

“Cuéntame, Musa, la historia del hombre de muchos senderos, que anduvo errante muy mucho después de Troya sagrada asolar”.

No es el más sencillo de los comienzos. Pocos sabrán que “hombre de muchos senderos” significa “mañoso”, y el hipérbaton final tampoco contribuye a la comprensión. Casi cualquier lector sabe que una musa es una forma de hablar de la inspiración, principalmente artística. Algunos lectores menos sabrán además que las musas eran diosas griegas. Y ese es el quid, porque precisamente los lectores que sepan eso estarán ascendiendo la vertiente poética y entre ellos estarán los que estudien el texto en sus clases de literatura, porque ese sustrato necesario para entenderlo es justo el que ellos abonan: sustrato literario e histórico. Las raíces griegas de la cultura occidental facilitan que casi cualquier lector pueda acceder a La Odisea (haciendo que parezca un texto elemental) pero si entregáramos este texto a un estudiante oriental presumo que tendría serias dificultades para entender la palabra “Musa”, al no tener este conocimiento embebido en el propio idioma. Es un texto de cuadrante poético, pero para el lector occidental, cuya cultura está impregnada por estos mitos, parecerá elemental.

Los mitos, por tanto, no se descartan de los estudios: sería paradójico eliminar el sustento de la cultura para intentar estudiarla en profundidad. Pero Tolkien — por ejemplo — también utiliza los mitos. ¿Por qué es entonces despreciado por los académicos y tiene en cambio una legión de admiradores?

El señor de los anillos y El Silmarillion utilizan una mitología nueva con un lenguaje particular al que hay que adaptarse: son textos poéticos. Hay que adquirir nuevos  símbolos y referentes.

Y esto no le interesa al académico porque se invade su terreno. La distancia que ha marcado el intelectual poético elevándose por medio de capas de referentes históricos se derrumba con estas obras, que montan el mismo esquema desde cero. Su conocimiento como especialista le sirve de poco pues arranca desde casi la misma posición que cualquier otro lector (con más herramientas, eso sí). El lector común, menos elistista y más aplicado, se adentra en la obra y trabaja los conceptos, aprehendiéndolos y sumándolos a un vocabulario común. El estudioso de estas neomitologías se convierte en el equivalente al erudito clásico que puede contar el nacimiento de Atenea y situar el jardín de las Hespérides. Pero ha elegido la ficción equivocada: será etiquetado como friki.

Algo similar ocurre con la ciencia ficción: se trata de la ficción equivocada. Pero en este caso, contenido y lenguaje están especialmente imbricados, precisamente por la palabra “ciencia”.

El lenguaje de la ciencia es el matemático. Un científico desearía poder hablar con ecuaciones, evitando ambigüedades y diferencias de matiz. En ocasiones lo hace, en asfixiantes demostraciones y en resúmenes elegantes como:

E=mc^2

Esta ecuación es un ejemplo vivo de hermetismo. No sólo el lenguaje requiere trabajo y no es accesible a todos (“E” significa energía, “=“ es una equivalencia entre términos, etc.), sino que el contenido, lo que quiere decir, es estremecedoramente complejo: ¿qué significa realmente que energía y materia estén una a cada lado de una equivalencia? ¿Pueden transformarse la una en la otra? ¿La masa de un cuerpo  contiene una cierta cantidad de energía? ¿Qué consecuencias tiene eso? ¿Qué nos dice esa ecuación sobre el universo en el que vivimos?

La mejor ciencia ficción está ubicada a menudo en el cuadrante complejo. Cuando Ursula K. Le Guin describió el ansible en su primera novela, supuso un concepto revolucionario y los lectores tuvieron que encajar ese término, el concepto subyacente y sus implicaciones. Cuando más escritores lo adoptaron se hizo común, pasando a formar parte del humus fundacional de la ciencia ficción. “Ansible” es para un lector de ciencia ficción el equivalente a “caso” para un lector de filosofía. No se trata únicamente de vocabulario, sino de manejar contenidos innovadores.

Los aficionados a la ciencia ficción están acostumbrados a este trabajo intelectual. El volumen actual de conocimientos que se le presupone al lector de género es titánico: desde convenciones hasta matices técnicos, vocabulario compartido, etc. Para entender un relato como “Hacia la oscuridad” no basta con buena voluntad: lo que narra es complicado. Es profundo.

Es, por tanto, casi una imposición de ese contenido que el autor simplifique el lenguaje para no entorpecer la narración, porque lo que cuenta ya es suficientemente inaccesible. No quiere hermetizar su texto.

¿Qué autores u obras han “trascendido” el género? Aquellas ni herméticas ni profundas, las permanecen en el cuadrante elemental o poético: 1984 — con su vocabulario propio pero con un contenido sencillo —, Crónicas marcianas (elemental), La carretera, los marcianos de Wells, Un mundo feliz… Son excelentes, pero el género ofrece más. Mucho más. A cambio de un viaje iniciático. A cambio de esfuerzo.

Es un esfuerzo compartido el que hace posible toda forma de comunicación. La literatura no busca dar un mensaje, sino hacer que lo vivamos. Una novela es una larga perífrasis en la que el escritor aplana unas montañas mientras levanta otras. Al lector que no es de género, que no ha trabajado ya el duro ascenso por la vertiente profunda, le cuesta llegar a las mejores obras de ciencia ficción. Lo más sencillo es despreciarlas como lecturas baratas, pero aquí la pobreza está en el lector. Hay que recorrer una ruta exigente tanto para llegar a Joyce como para llegar a Egan, una senda que quizá no se transita por pereza, incapacidad o falta de conocimiento. Cada obra compleja solicita un trabajo serio por parte de sus lectores.

Así, cuando leas una buena novela de ciencia ficción, recuerda el largo ascenso que te ha conducido a ella, recuerda las dificultades para caminar hasta la selva profunda en la que encuentras ese hermoso templo, guarda una sonrisa paciente para quien lo desprecie sin haber podido llegar a verlo. Y tiéndele una mano.

Le queda mucho por ver. Le queda mucho por escalar.

 


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