May
14
2012

Sobre la visibilidad del traductor



El sábado terminó la cuarta convocatoria de El ojo de Polisemo, un encuentro universitario-profesional de traducción literaria organizado en la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona.

He tenido el privilegio de ser invitado a participar en una de sus mesas redondas. El equívoco título de la misma era El traductor, ¿ficción o realidad? y, en pocas palabras, trataba de responder a la siguiente pregunta:

¿Qué importancia se le da al traductor a la hora de editar o reseñar una novela traducida?

La variedad de puntos de vista era crucial para tener una visión no sesgada del tema. La mesa estaba formada por:  Anna Prieto, responsable del Departamento de redacción de Random House MondadoriDamià Alou, traductor literario, crítico de Ara y profesor de la UPF; David Paradela, traductor literario y autor del excelente blog Malapartiana (que os recomendo visitar); y un servidor. La  moderadora de la mesa era Belén Santana.

Como suele ocurrir en estos casos, me llevé a casa muchos más detalles de los que yo pude aportar.

El texto que preparé para la introducción está más abajo. Aparte de lo que cuento en él, hablé de mi caso con Manuel de los Reyes, soberbio profesional de la traducción especializado en ciencia ficción y fantasía (entre sus últimos trabajos está la multipremiada La chica mecánica, de Paolo Bacigalupi).

Lo conocí a través de twitter (@tradelosreyes) antes de saber que era traductor. Cuando me enteré, revisé mi biblioteca y comprobé que había leído muchos libros traducidos por él; libros que me habían entusiasmado y que habían ayudado a forjar mi cariño hacia la literatura especulativa.

Conozco por tanto cómo es su trabajo; a través de las redes sociales también compruebo que su afición por la literatura de ficción es fuerte y que es un gran conocedor del género; en el blog de Literatura Prospectiva leo interesantísimos artículos suyos, etc.

Manuel de los Reyes se ha trabajado una visibilidad quizá no premeditada, pero gracias a la cual (y a la indudable calidad de su trabajo), ha conseguido que, pudiendo leer ciertas novelas en inglés, prefiera esperar a que salgan en español traducidas por él; ha salido, por tanto, del anonimato, para llegar directamente al lector: se puede hablar con él sin intermediarios y saber de primera mano qué hace un traductor, cómo lo hace y conocer muchos de los detalles que en el libro final no pueden apreciarse.

Mencioné también el fabuloso artículo de Literatura en los talones sobre la traducción de La carretera, de McCarthy (reseña aquí), en el que Kaplan nos explica el proceso de traducción de una única frase de la novela y hace evidente no solo la brutalidad de escritor que es McCarthy (cosa que todos sabemos) sino la maravilla de traducción que consigue Luis Murillo Fort (cosa que quizá no apreciamos).

Este artículo logró dos cosas para mí: respeto eterno para Luis Murillo Fort, y principio de respeto para el trabajo de Kaplan: pese a no haber leído ninguna, estoy predispuesto desde ese artículo a  fiarme de sus traducciones.

Las intervenciones de mis compañeros fueron interesantísimas  y anoté bastantes cosas que me quedo para analizar. Solo voy a destacar un punto de la intervención de David Paradela (¿os he dicho ya que os suscribáis a Malapartiana? Hacedlo) que me resultó sorprendente.

Nos contó que en el proceso de traducción de un libro pocas o ninguna vez la editorial se encarga de buscar al traductor perfecto; que no existen bases de datos con la información sobre los traductores y sus aficiones o estudios o conocimientos más allá de la traducción. Mi impresión era totalmente la contraria. David hablaba de un caso en el que le encargaron un trabajo (no lo mencionaré para evitar causarle potenciales problemas) que se encontraba tan lejos de cualquier conocimiento que pudiera tener que le costó el doble o el triple de tiempo y esfuerzo de lo que podría haberle llevado a alguien ligeramente afín a la materia.

Esto refuerza el caso de Manuel de los Reyes, Darío Giménez, David Tejera, el propio David Paradela y otros muchos traductores que, por su cuenta, van saliendo de sus madrigueras empapeladas con manuales de Trados y, seguramente sin intención de hacerlo ni más ambición que la de pertenecer a las redes sociales o contar algo de su trabajo, van labrándose una identidad digital que les acerca al lector y, si quieren buscarlos, a las editoriales.

Mi impresión sobre los asistentes fue muy buena: creo que los estudiantes tenían ganas de trabajar por ser vistos, por ser reconocidos y justamente remunerados; por ganarse algo que deberían tener garantizado al realizar un trabajo impecable pero por lo que, desgraciadamente, van a tener que seguir batallando.

Aquí os dejo el texto que preparé para la intervención. A fuerza de trabajarlo, conocía las líneas principales con bastante claridad y no tuve que leerlo, consiguiendo (creo) una presentación mucho más fluida y menos formal y pomposa de lo que aparece, aunque las ideas que planteé fueran las que están aquí recogidas:

¿Qué importancia se le da al traductor a la hora de editar o reseñar una novela traducida?

La respuesta breve y sincera es ninguna. El papel del traductor es esencialmente invisible y de su trabajo se suele decir poco en las reseñas.

Esto se debe principalmente a tres circunstancias:

La primera: el reseñador requiere conocimiento sobre idiomas y procedimientos básicos de traducción. No es habitual que esto suceda en nuestro país, en el que ni el presidente del gobierno sabe inglés. 

La segunda: la obra se tiene que haber leído en ambos idiomas para poder juzgar su traducción con argumentos. Si el punto anterior (el conocimiento de idiomas) era poco probable, una doble lectura comparativa entra casi en el reino de la fantasía. 

Y la tercera y más importante para esta mesa: ¿por qué hacerlo? mencionar al traductor es “complicarse para nada”. Hay que resaltar el nombre de las editoriales para que nos lean y nos manden libros y nos tengan en cuenta; hay que hablar del autor (bien o mal) para generar debate, polémica, atención: el autor es importante. Pero, ¿qué se gana hablando del traductor?

Sin embargo, hay dos casos, totalmente opuestos, en los que el traductor toma un papel protagonista.  

En el caso positivo, el reseñador tiene cierta información acerca de la dificultad de traducir una obra. 

Aunque pocos hayan leído el Ulises de Joyce, quien ha oído hablar de él sabe de la dificultad de su lectura y (casi como consecuencia) del titánico esfuerzo que supone su traducción. En estos casos excepcionales, en la traducción de obras mayores, poco importa que el reseñador conozca la lengua original del texto: conoce la dificultad de la traducción y eso basta. El traductor aparece en la reseña de manera prominente, y su nombre sale a la luz como el de un héroe victorioso. 

El caso negativo, el más conocido por todos, es cuando un traductor la pifia. Cuando se estropea una obra maravillosa (o que el crítico ha leído que debería ser maravillosa), el traductor es el culpable perfecto. Ni siquiera tiene que darse el caso de que toda la obra se haya traducido mal o con poca calidad: basta con unos cuantos párrafos con términos técnicos, poco accesibles, desconocidos para el traductor, para que un lector agudo que sí los conozca saque a relucir un problema. 

Un ejemplo: la demora en la traducción del último libro de Canción de hielo y fuego ha provocado que mucha gente, en foros, en blogs, en redes sociales, se pregunte por esa tardanza, y el nombre de Cristina Macía (la traductora) ha salido a relucir en muchísimas ocasiones. Casi nunca de manera favorable, desde luego. 

Pero no hay mal que por bien no venga: lo importante, se dice, es que hablen de  ti, aunque sea para mal. 

Muy poca gente pondrá atención para oír hablar de un libro francés titulado Un bárbaro en Asia. Pero si menciono que quien lo tradujo fue Borges, la situación cambia por completo. Arthur Gordon Pym no solo la escribió Poe: la tradujo Cortázar. Como lectores quizá desconozcamos cómo de buenos eran Borges o Cortázar traduciendo, pero su mera mención basta para dar empaque a cualquier proyecto.

¿A qué se debe esto? A que proyectan una imagen; a que son una marca.

Y ese es el gran reto que el traductor tiene hoy que afrontar: frente a una traducción aséptica, impersonal, automática y de nula calidad como la de Google Translate, el traductor tiene la responsabilidad de destacar, de diferenciarse, de ganar visibilidad; de crearse, en definitiva, una imagen de marca.

¿Cómo?

Presentarse como traductor de Tolstoi no va a impresionar a nadie; presentarse como experto en Tolstoi, sí. ¿Y cuántos hay que puedan reclamar el título de experto en un autor o una novela por encima de su traductor? ¿Quién ha ponderado cada idea, cada frase y cada palabra de un texto con más detenimiento que el encargado de verterlo a otro idioma, a otra cultura?

 Un lector puede tardar diez horas en leer una novela. Un reseñador o crítico quizá emplea cinco horas más para tomar notas sobre ella y reseñarla. Frente a eso, un traductor trabaja, vive durante meses con esa misma obra. La conoce al completo. No ha podido saltarse párrafos en su lectura. Ha inventado palabras para expresar lo que el autor quería decir en la novela; la ha estudiado en profundidad: la ha hecho suya.   

 ¿Por qué no aprovechar todo ese conocimiento? 

Los traductores son una tremenda herramienta de márketing que no se está explotando. Pueden servir para vender libros. Después del propio libro y de su autor, el traductor es el mejor activo, el mejor valor para poder convencer de una compra. Incluso por encima del nombre de la editorial

En cine no es extraño mencionar al productor de una película: esta película ha sido producida por Steven Spielberg; o “por el productor de Avatar”. Esa mención aumenta la consideración del público, aunque no sepa realmente qué hace el productor. 

¿Por qué no promocionar un libro destacando que su traductor es también “el traductor del premio Nobel de 2008”? ¿Suena ridículo? Repetidlo muchas veces y dejará de serlo. En cine funciona.

El traductor tiene tanto que aportar que parece un delito no exprimirlo al máximo: entrevistas y opiniones sobre futuros títulos de una saga en curso, redacción de guías de lectura, artículos o anexos con los juegos de palabras que ha dejado ir y los que ha reemplazado, con los contextos culturales y referencias que normalmente se acotan en escasos pies de página, etc. 

Toda esta información obra en poder del traductor y es tremendamente valiosa e interesante para el lector. No cuesta mucho colgarla en la web del traductor, o de la editorial, libre para descargar, generando valor añadido e interés en nuevos títulos del autor, de la editorial. Y del traductor. 

Se puede intentar.

Desde luego, formar una marca y una reputación digital cuesta tiempo y esfuerzo, y no todos los traductores estarán dispuestos o capacitados para hacerlo ellos mismos. Las editoriales pueden usar a sus propios community managers para ello, para gestionar perfiles online como hoy hacen para algunos autores. Es cierto que el traductor no forma parte de la editorial como tal pero, siendo puristas, tampoco el escritor. 

Termino esta introducción en el punto donde la comencé: recordando que al traductor se le ve poco, se le menciona poco, se le tiene poco en cuenta. 

Sin embargo, no existiría literatura universal sin traductores

¿Por qué no darles ese papel protagonista o, al menos, de secundarios de lujo? 

¿Por qué no aprovecharlos? 

Creo que es un grave error, que todos perdemos mucho al devaluar la tarea del traductor, y creo que está en la mano de todos nosotros, editoriales, autores, críticos, lectores y, por supuesto de los propios traductores, mejorar este panorama y darles la visibilidad y el reconocimiento que realmente merecen.


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