Dec
14
2014
-

La experiencia de ser jurado en un premio literario

Todos los comienzos rebosan de ilusión. Esperas descubrir al nuevo autor de moda, al nuevo genio de las palabras, a la nueva estrella. Esperas estar allí antes de que suceda, o mientras ocurre, en el mismo comienzo de todo. Tienes la energía y la ilusión para hacer que quien deba brillar, brille.

Así arrancan los premios con jurado.

Desgraciadamente pronto, la energía se diluye. A los pocos días. Cuando lo que llega es débil, inerte. Los restos de premios anteriores. Cuentos fallidos que sus autores se niegan a reconocer como tales, cuentos reenviados una y otra vez a lugares insólitos, para los que no nacieron, con la esperanza inútil de que nuevos ojos descubran en ellos algo que no llevan dentro, que confirmen un valor que no poseen.

Así transcurren los días, las semanas. Más y más relatos escritos sin talento ni oficio, sin nada que los disculpe. Y el jurado los lee buscando alguna chispa que prenda y que los salve, paradójicamente, de la quema. Pero la llama no llega.

Transcurridas semanas, sin expectativas, incluso con las esperanzas perdidas, sucede el milagro. Hay algún texto que puede rescatarse. No todo es desperdicio. Te alegras de poder decir «he aquí un candidato», aunque en verdad tienes miedo que de tu criterio se haya nublado por las mismas ganas de encontrar algo decente, en una suerte de deseo autocumplido. Pero no. Hay otros que también lo salvan. Las perspectivas mejoran.

Por poco tiempo.

Te inundan decenas de nuevos relatos, escritos con un cariño que a ti no te alcanza, acumulados a otras lecturas, apilados entre montañas de palabras pendientes de entre las cuales debes rescatar al ganador o ganadores. Falto de tiempo, con plazos imposibles, abrumado por la desgana, recurres a cualquier argumento para descartar: no buscas ya un ganador, sino una lista rápida de perdedores. Sabes que no es justo pero también sabes que no hay otra manera de hacerlo. Aceptas que no estás siendo ecuánime. Hay buenas obras que sobrevivirían a la criba pero que no encajan con el premio. Otras, que requieren de espacio para su desarrollo, las ignoras por falta de tiempo para diseccionarlas. Te gustaría escribir a muchos de los descartados para explicarles tus razones, justificadas, para no incluirlos entre los elegidos. Las bases lo impiden. También a veces la vergüenza.

No es el escenario que te gustaría, pero es en el que te ha tocado bailar. Oyes la música y buscas la mejor pareja. Había otras, pero tienen que comprometerte. Tienes que escoger.

¿Quién sabe si el tiempo te dará la razón? Lo cierto es que ni siquiera ahora estás satisfecho con todo lo que dejas atrás. Con el esfuerzo que reconoces pero que no te permiten reconocer, con cada intento fallido que podría resultar correcto con unas pinceladas aquí y allá. Con muchas palabras que te gustaría intercambiar en este terrible juego de monólogos a dos bandas en el que un escritor escribe y un jurado dictamina.

Te gustaría, al fin, poder abrir los brazos y escapar del tiempo y dedicarle toda tu atención y tu entrega a quien te ha otorgado un puñado de soberbias cuartillas. Pero no es aquí donde ocurrirá. No es éste el momento ni el lugar. Y vuelves a la rutina del descarte.

Sientes entonces que debes algo a todos aquellos que se lo merecen, y piensas y crees, aunque sabes que es falso, que la próxima vez será mejor para todos. Que habrá nuevas oportunidades para redimir los errores y las carencias.

Y lo único que se te ocurre para compensar a todos aquellos que se han quedado en el camino y que merecían un aplauso es escribir unas palabras que con certeza no leerán pero que, quizá, sirvan de guía a próximos jurados y de aliento a futuros escritores a los que el tópico les debe valer porque sigue siendo válido:

Seguid escribiendo, desde dentro, porque lo cierto es que para vuestras obras no hay, ni habrá, mejor jurado que vosotros.

Escrito por pedro en: Ensayo |

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