Jan
08
2017
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Amatka, de Karin Tidbeck

Hay autores con los que adquirimos una deuda intangible: por recomendarlos; por contribuir a vilipendiar sus obras; por descubrírselos a otros lectores; por auparlos en nuestro palmarés.

Karin Tidbeck es para mí uno de esos autores.

Hace tiempo reseñaba aquí su Jagannath, una fabulosa colección de relatos que descubrí por casualidad muy poco después de su primera publicación en inglés. Al saber que Tidbeck ya tenía concluida Amatka, su primera novela, no tuve más remedio que hacerme cargo de mi deuda.

La parte física de Amatka no defrauda: sugerente portada de Zuri Negrín, cuidada edición. Publicada por Ediciones Nevsky y sólidamente traducida por Marian Womack, Amatka nos adentra desde el arranque en en territorio clásico de las sociedades distópicas. Artífice conocedora de los límites y las demandas del relato corto, a Tidbeck le basta con la primera frase para para ubicarnos por completo: “Brilar Vanja Essre Dos, ayudante de documentación en la empresa Especialistas en Higiene de Essre, era la única pasajera en el auto-tren que se dirigía a Amatka.” 

En torno a la ciudad de Amatka gira la trama y el sentido real del libro. Los personajes, como en muchos otros ejemplos distópicos, son sólo excusas para hablar de modelos organizativos y de control social.

En este caso, el modelo en el que se inspiran las cuatro colonias (Essre, Amatka y otras dos que no tienen ningún papel en la novela) es puramente comunista. Quizá es útil recordar aquí que Tidbeck procede de Suecia, país donde se otorga un papel fundamental al Estado.

Podría hablar ahora del peso que Tidbeck da a la poesía como agente del cambio; del rechazo social al mismo; de la preocupación cabalística que hay en Amatka por el acto de nombrar; de la estructura narrativa y del sabio empleo de los informes que Vanja envía a sus superiores para nutrir silenciosamente de contenido la trama, etc. Pero creo que el foco de esta reseña debe estar en otro lugar.

En la ciudad de Amatka hay que trabajar para que todo se mantenga igual, para que las cosas no cambien y todo se derrumbe. Los materiales son fungibles y requieren atención continua para que mantengan su forma. Algo parecido le ocurre a este libro: Amatka-novela alberga el espíritu de un relato extenso (que no alargado), pero como a las sustancias de Amatka-ciudad, le falta algo de consistencia, un poco de vida insuflada. Hasta la escritura tiene tintes fríos, casi comunistas, como las relaciones de los personajes entre sí y con su entorno. Abundan los paralelismos: Amatka es su propia reseña.

Da la impresión de que la escritora sabía pero no ha querido, que se ha contenido, que ha buscado asegurar antes que arriesgar, que podía haber llegado más lejos y lo ha dejado estar. No es que no consiga lo que se propone, sino que lo que se propone, y lo que consigue, es quizá menos ambicioso de lo que al menos a este lector le hubiera gustado y el resultado final ha sido menos robusto de lo que podría haber sido. Esperemos que en futuras novelas, conocedora ya de los entresijos del formato largo, Tidbeck se sienta más cómoda y pierda el miedo a equivocarse; lo que, para bien o para mal, redundará en obras más polarizantes.

En parte heredero de El cuento de la criada, de Atwood, tocado en algunos lugares con la locura de Kafka y la opresión de 1984, brillante en ocasiones, prudente casi siempre, Amatka nos ofrece uno de esos interesantes casos en los que la memoria de un libro es superior a su lectura.

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