Jun
27
2012

Reseña de Embassytown, de China Miéville



La fama le precede. Miéville es un mito dentro de la literatura de género aunque, aparentemente, los números de ventas no le acompañan. De hecho en nuestro país todavía no ha sido traducido. Pero los lectores aguerridos, los conocedores del panorama de fantasía y ciencia ficción, siempre lo han colocado altísimo en el palmarés de talentos.

Como suele ser habitual, hay motivos de sobra para ello.

Embassytown es una de las cinco novelas candidatas al premio Hugo de este año, posiblemente el más prestigioso otorgado para la literatura de ciencia ficción y fantasía. Compite, entre otras, con la archipopular Danza de Dragones. Sin embargo, me sorprendería que Miéville no ganara.

La ciudad embajada ha sido construida en el planeta de los Ariekei. Su atmósfera no es respirable. Los habitantes de la ciudad no pueden penetrar más allá del alcance de los generadores de aire que delimitan, con sus corrientes, una vaga e invisible frontera entre culturas. Conviven, pero les separa algo más que la distancia.

El libro consigue imprimir físicamente esta sensación: la prosa es en sí misma una barrera, una especie de muro hecho de palabras que tenemos que atravesar. No hay ayudas, ni simplificaciones; no hay condescendencia. En el arranque de la novela unos niños tratan de llegar donde se acaba el aire respirable, adentrándose todo lo posible en territorio arieke. Esta experiencia se replica en el lector, que se asfixia buceando en un universo que no comprende.

El rechazo es inmediato, una respuesta natural a la falta de oxígeno. Sin embargo, como los buceadores en el “immer” de la novela, como saben los lectores más experimentados, hay que vencer el vértigo, afanarse hasta atravesar las primeras murallas, porque la historia, la narrativa y la riqueza de este libro son infinitamente mayores de las que sueña con ofrecer cualquier novela menor.

El autor ha creado una historia que habla del lenguaje, que lo explora y explota, que se sumerge en él y lo amplía, modifica y altera con exactitud atómica para contar su realidad desde el interior, rasgando los parámetros de nuestra concepción al habernos introducido brutalmente dentro de este otro universo, de este otro lenguaje en el que se acuñan palabras para identificar conceptos y realidades nuevas, este lenguaje que se construye con una gramática diferente para transmitir, paradójicamente, de forma más clara.

Las palabras no pueden ser referentes, ésa es la tragedia del lenguaje. Pero nuestros esfuerzos no son vanos”.

Casi nada es sencillo en los comienzos. No hay en este libro una ruta marcada. Miéville no se detiene para explicar, no separa las ideas exigentes para que el navegante no se abrume: una mirada superficial nos diría que la experiencia del lector le resulta indiferente.

La verdad es exactamente la inversa: el escritor cuida con precisión quirúrgica cada centímetro para que se penetre con la lentitud adecuada esta espesura gelatinosa. Para que al atravesarla, la trama, la lógica interna de la novela, nos empape cada célula. A mitad de la novela, tras una dura zambullida, emergemos dentro de Embassytown. Y respiramos con deleite la atmósfera que antes nos parecía tóxica.

El trabajo de un escritor es colocar lastres que nos ralenticen hasta atrapar la historia y soltarlos a tiempo para no terminar paralizados. El equilibrio no es importante, sino saber manipular los pesos conscientemente y utilizarlos para lograr el máximo efecto. Embassytown se encuentra en la categoría de novelas con mayor retención de avance que conozco pero, como en un globo bien dirigido, cada sobrecarga se suelta en el momento justo, recuperando altura y mejorando la visión. Una vez se aceptan las reglas, el efecto es increíble.

Embassytown es una fiesta del lenguaje, a muchos niveles. En este libro se juega con todo: desde el nombre de los personales (las iniciales de la protagonista son A.B.C., Bren, Cal; Spanish, Theut; la Sibila; Scyle; (M)EzCal; EzRa Pound) hasta la demoledora metáfora de la palabra como droga, como transmisora de ideas, como civilizadora… Desde La voz de los muertos no recuerdo un planteamiento tan brillante del conflicto entre razas.

Miéville desconoce la contención. Como Asimov, es un increíble explorador de posibilidades: es capaz de llevar hasta sus últimas consecuencias cualquier idea que plantee; una semilla le basta para germinar un vergel. La esencia de esta novela (el lenguaje de los huéspedes) es el vivo ejemplo de ello: de esta raíz extrae más jugo del que la mayoría de los autores puede siquiera concebir, riega la novela con tal fecundidad de sugerencias que resulta apabullante. Y (a diferencia de Asimov) lo hace con una envidiable maestría del idioma.

Miéville es un autor enriquecedor, de los que no se leen únicamente para entretenerse, sino para aprender, para crecer, para observar con mayor profundidad.

Para disfrutar, en definitiva, de la buena literatura. Sin géneros ni etiquetas: sólo buena literatura. Sin más.

Nota final: 9

PD. Embassytown es la penúltima novela de China Miéville. La última, Railroad, está reseñada aquí.


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