Buenas costumbres
Con apenas diez años ya devoraba los libros. Era un lector solitario. Por aquel entonces, hace ya bastante más de dos décadas, no había recomendaciones de amigos, lectores o Internet. Lo único que había en aquella época era una biblioteca repleta de libros.
Durante las vacaciones la visitaba a diario, en ocasiones dos veces en el mismo día, cuando la novela que había cogido prestada por la mañana era breve o especialmente interesante. La biblioteca era un mundo de libros al que un pequeño lector como yo tenía acceso libre e ilimitado y en el que obtuve pronto algo que se me negó en casi todas las demás áreas de la vida hasta muchos años después: autonomía.
Allí me formé como lector, crecí con cada nuevo libro y aprendí a respetar mi propia opinión que, por aquel entonces, era la única que conocía. Entre los anaqueles de aquella biblioteca descubrí autores y novelas de los que nada más supe o a los que volví a encontrar pasados los años en listas de clásicos, imprescindibles, best-sellers o libros olvidables. En aquel tiempo sólo eran volúmenes que decidí coger y que no tenían más peso que el de la suma de sus páginas.
Al principio, las novelas (no engañaré a nadie pretendiendo haber leído ensayo con esa edad), las novelas, digo, no se diferenciaban a priori unas de otras más que por lo atractivo de su lomo y su dibujo de portada. Después adquirí dos conocimientos que luego serían importantes: que las cubiertas similares significaban una misma colección, y que algunas colecciones eran más afines a mis gustos que otras. Pero en aquellas tardes —nunca es verdaderamente de día dentro de una buena biblioteca— aquello no era más que un detalle ajeno a mi preocupación e interés. No disfrutaba más de un libro porque perteneciera a una colección, o dejaba de hacerlo si su diseño era extraño. Cada ejemplar era evaluado por separado, cada novela puntuada por sus méritos individuales. Y nada más había que contara. En aquel entonces, éramos mis lecturas y yo.
Hoy el paisaje es bien distinto. Apenas llego a un libro sin saber antes de él, sin que en grandes líneas sepa ya lo que puedo esperar. La mayor parte de mis adquisiciones nacen de un comentario o una valoración en la que confío. De hecho, rara vez leo sin un argumento previo, sin una justificación, por tenue que sea: un simple elogio anónimo en Amazon o el respaldo de un lector amigo pueden bastar, ser el empujón necesario para abrir un libro y comenzar a leer.
Pero nunca voy más allá. En esa decisión binaria —leer o no leer— termina mi necesidad de información. Ahora, como entonces, como siempre, el único método existente para disfrutar de un libro consiste en leerlo. A veces esta perogrullada se olvida en la vorágine de reseñas, de críticas, de artículos y de hype, del ruido y la furia que, como mercaderes del zoco, rodean al libro y nada le aportan.
¿Cuántos libros habríamos abandonado durante su lectura si no vinieran con unas credenciales que nos fuerzan a leerlos, y de cuántos disfrutaríamos pese a su mala prensa, si los hubiéramos abierto ignorando su marca de Caín? El márketing, la publicidad, las opiniones de grandes y pequeños, la fama histórica, todo empaña el juicio o, como mínimo, lo predispone y dirige.
Por eso, para la versión adulta y estropeada de aquel niño feliz que aún no llevaba gafas, el proceso lector ha cambiado poco. Lo que entonces hacía, impuesto por las circunstancias, ahora lo refuerza la experiencia y el hábito, volviéndolo, si cabe, más estricto: lejos de consistir sólo en un giro final de la trama o un detalle no revelado de los personajes, para mí, cualquier información previa a la lectura es un spoiler. Cualquier añadido, cualquiera, hace peligrar parte del placer puro y secuencial de leer un libro. No es necesario un acto consciente: nuestro cerebro, lo queramos o no, se encarga por su cuenta del trabajo, de cotejar lo que se ha filtrado con lo que leemos. La mente circunda la obra de dudas y preguntas que enturbian su acceso: los personajes no son tan redondos, cuál será ese capitulo de impacto, cómo le sentará que no me guste, por qué será esto un clásico.
La única forma de ser completamente fiel a un trabajo es consumirlo tal como el autor lo ejecutó. No en vano un escritor tan absoluto como Joyce batalló hasta conseguir el tono exacto de azul que buscaba para la portada de su Ulises. Incluso dejando de lado los casos extremos, un escritor normal, de los que respetan al lector y piden respeto para su propia obra, habrá pulido cada frase hasta el borde de sus posibilidades, habrá ordenado las palabras y los párrafos en secuencias exactas y no intercambiables, habrá eliminado páginas enteras para aumentar el ritmo y habrá colocado comas en lugares críticos, reteniendo la información para, en el momento justo, con la última palabra, liberarla. Todo esa maña, ese esfuerzo, esa mágica e irrepetible primera toma de contacto, puede verse arruinada por un resumen inocuo o un comentario sin importancia.
La mejor metáfora que conozco sobre la lectura perfecta aparece en el cuento En la oscuridad, de Greg Egan. En él, por circunstancias apasionantes que aquí no vienen al caso, el protagonista es incapaz de ver lo que tiene delante hasta que lo ha sobrepasado, de manera que ignora hacia donde se dirige como si según avanzara una noche inteligente se retirara, manteniéndole la distancia. Así deberíamos leer: el lector sólo conoce hasta la palabra en la que se encuentra, y nada más. Luego vendrán las relecturas, en las que sí creo beneficioso contar con todas las herramientas posibles, propias y ajenas, pues se trata de un ejercicio muy distinto que se rige por reglas que también lo son.
Siendo realista, admito que con la definición de spoiler que propongo sería casi imposible hablar de libros o dejarse recomendar. Debe permitirse cierta flexibilidad en las barreras y ser tolerante frente al daño teórico que provoca conocer algunos detalles de antemano. Acepto como inevitable un pequeño sacrificio por hablar de libros, aunque trato habitualmente de orientar la información que recibo a lo que yo llamo guía de colocación y los expertos conocen como paratexto. Tomo el ejemplo de Delany y su ensayo About 5750 Words: «perro alado» no tiene sentido en un libro de ficción fuera del género; en un libro de fantasía puede tratarse de un detalle meramente decorativo y exige sólo una ligera corrección visual; en un libro de ciencia ficción, en cambio, el lector debe detenerse para recolocar su esquema del mundo: ha de reflexionar sobre la secuencia evolutiva que ha llevado a que exista un animal con dichas características, debe intuir qué modificaciones anatómicas y fisiológicas ha sufrido, valorar qué implicaciones tienen esas modificaciones. Sin información previa acerca del género, por ejemplo, el lector puede equivocar su juicio durante la lectura. Touché.
Al preguntar a Demóstenes sobre la parte más importante de la oratoria, él respondía «entrega, entrega, entrega»: los gestos, las inflexiones de la voz, las pausas, más que el mensaje en sí. Un resumen puede proporcionar el núcleo de una historia, pero sólo el texto original, inmaculado tal como lo concibe el escritor y lo recibe el lector, es pura entrega, sin aditivos. Lo demás, desde las reseñas hasta la biografía del autor, puede diluir o alterar parte del encanto supremo de una primera lectura.
Me fastidió saber, antes de leerlo, que el último capítulo de Ulises era un monólogo, y cuál era su palabra final. Evito la exposición a los spoilers como un político a la honradez: sistemáticamente. Soy, lo reconozco, un tanto extremista. Pero llevo siéndolo varias décadas y, en la medida de lo posible, seguiré tratando de valorar mis lecturas por sus méritos propios, sin que me condicione lo que otros hayan dicho de ellas. Al fin y al cabo, me parece saludable mantener las buenas costumbres.
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