Vargas Llosa y La civilización del espectáculo
Recién publica Alfaguara La civilización del espectáculo, opúsculo firmado por el insigne Vargas Llosa, premio Nobel de Literatura en 2010, y que constituye su primera obra después de la concesión del galardón.
En sus poco más de 200 páginas, el laureado escritor arremete contra la banalidad de nuestra sociedad presente, contra la estupidez que nos atonta y nos nubla el razonamiento y lo cubre de capas y capas de trivialidades e idioteces destinadas únicamente a entretenernos, como si la máxima aspiración del ser humano en este siglo XXI fuera divertirse.
En esta – larguísima – entrada no voy a reseñar el libro como hago habitualmente, sino que, dado que se trata de un ensayo y no hay “trama” que poder revelar y que, por otro lado, la situación del mundo bien merece una reflexión, intentaré transmitir parte del contenido del libro junto con mi análisis. Espero que no te aburras.
En La civilización de espectáculo, postula el autor, el cómico es el rey, se privilegia el ingenio sobre la inteligencia, las imágenes sobre las ideas, el humor sobre la gravedad, la banalidad sobre lo profundo y lo frívolo sobre lo serio. Basta encender la televisión para comprobar (si acaso es necesario) la exactitud de este dictamen. No hay que recurrir a la ya etiquetada telebasura, sino que se evidencia también en los programas supuestamente serios: el telediario está lleno de noticias que no lo son, de catástrofes que llamen nuestra atención, de tontería irrelevante. Tras la ronda de calamidades viene la pura sección de cotilleos y estupideces varias: lo que dos jóvenes millonarios se han dicho antes o después de jugar un rato es tema de portada; pon tú mismo el juego: tenis, fútbol, motociclismo…
El hecho singular – narra Llosa – de la sociedad contemporánea es el eclipse de un personaje que desde hace siglos y hasta hace relativamente pocos años desempeñaba un papel importante en la vida de las naciones: el intelectual.
En nuestros días, el intelectual se ha esfumado de los debates públicos, por lo menos de los que importan, y sólo interesa si sigue el juego de moda y se vuelve un bufón.
Pérez Reverte viene a la cabeza de inmediato. (Esto, evidentemente, lo digo yo, no Vargas Llosa). Desde su tribuna en el suplemento semanal de un periódico, arremete lleno de ingenio contra dioses y demonios, y sus novelas, cargadas sólo con entretenimiento y saña se venden como rosquillas. Cuando se le critica por dedicarse a la puñalada rápida (no trapera, al menos va de frente), replica con una nueva entradita que tiene más de chispa que de otra cosa. Como vaticina Llosa, seguirá siendo tremendamente popular.
Las redes sociales son otro gran ejemplo, siendo quizá twitter el máximo exponente de esta frivolidad que nos invade: se premia la frase ingeniosa, la puntilla rápida que dé un aplauso (un retweet), mientras que las deliberaciones profundas (que evidentemente no caben en 140 caracteres y que sólo pueden referenciarse mediante enlaces) se hunden en los timelines…
¿A qué se debe este descrédito de los intelectuales? Aunque esgrime distintas razones, una de las principales que presenta Llosa es la desaparición de mínimos consensos sobre los valores estéticos, por ejemplo en las artes plásticas. Habla el escritor (aunque cualquier puede pensar en otros casos) sobre una exposición donde las obras de arte incluían postas de elefante. Otro escatológico caso que narra fue una performance en la que el artista defecaba delante del público para, acto seguido, ingerir sus propios excrementos.
Puedo pensar en decenas de casos (vistos en la sección “cultural” de los telediarios) donde una escoba en la pared, o un WC, o cualquier otro elemento cotidiano sin mayor transformación o mejora que su traslado al museo era considerado un obra de arte. Recuerdo un caso donde se hizo el experimento de colgar entre las obras de un pintor el dibujo de una niña y fueron pocos (incluso entre los expertos) los que detectaron el engaño.
No es de extrañar que en este ámbito la confusión reine y reinará por mucho tiempo, pues ya no es posible discernir con cierta objetividad qué es tener talento o carecer de él, qué es bello y qué es feo, qué obra representa algo nuevo y durable y cuál no es más que un fuego fatuo. No es posible situar una obra de arte dentro de una jerarquía: todo puede ser arte y nada lo es, según el soberano capricho de los espectadores, elevados […] al nivel de árbitros y jueces que antaño detentaban sólo ciertos críticos.
Pero desde luego no todo es culpa de los intelectuales. El hombre de hoy busca la diversión y la evasión frente a cualquier otro movimiento mental: rehuye más que afronta.
Las raíces que encuentra el Nobel para esto hay que buscarlas en la ausencia de principios y la distorsión de los valores.
La situación del profesor, del maestro, es ejemplar. En épocas previas, vestía galas de credibilidad y autoridad, de las que hoy día ha sido despojado. Ha perdido la confianza y el respeto sin los cuales era imposible que cumpliera eficazmente su función de educador – de transmisor tanto de valores como de conocimiento.
Pero en última instancia, ¿qué provoca nuestro alejamiento de los valores tradicionales? La respuesta es inmediata a cualquiera que viva en este siglo: la caída de la religión como fuerza rectora de los designios del hombre, y el vacío moral que esto produce.
La secularización no ha reemplazado a los dioses con ideas, saberes y convicciones que hicieran sus veces. Ha dejado un vacío espiritual que los seres humanos llenan como pueden, a veces con grotescos sucedáneos, con múltiples formas de neurosis, o escuchando el llamado de esas sectas que, precisamente por su carácter absorbente y exclusivista, de planificación minuciosa de todos los instantes de la vida física y espiritual, proporcionan un equilibrio y un orden a quienes se sienten confusos, solitarios y aturdidos en el mundo de hoy.
Vargas Llosa aduce que la cultura debería llenar ese vacío que antaño ocupaba la religión. Pero es imposible que ello ocurra si la cultura, traicionando esa responsabilidad, se orienta resueltamente hacia la facilidad, rehúye los problemas más urgentes.
Y la conclusión del Nobel no puede ser más terrible: No se trata de un problema, porque los problemas tienen solución y éste no lo tiene. Es una realidad de la civilización de nuestro tiempo ante la cual no hay escapatoria.
Confieso — dice — que tengo poca curiosidad por el futuro, en el que, tal como van las cosas, tiendo a descreer.
—o—
Entre las causas del problema que ha citado Vargas Llosa falta una que considero fundamental: la globalización.
En la época de nuestro abuelos, el mundo eran las personas que convivían en un mismo entorno: compañeros de trabajo, familia, vecinos. Era fácil empatizar con los problemas de alguien a quien veías a diario, con quien compartías casi todo tu espacio. La comunidades eran reducidas, los límites territoriales estaban claros, tanto como las filiaciones, y se encontraban respaldados por personas como los reyes que estaban ahí por voluntad de dios: su representante en la tierra dictaba los mandatos que llegaban finalmente a los púlpitos para salvación del rebaño. Era un mundo pequeño y ordenado, todo estaba claro, no había dudas sobre el sistema mismo de las instituciones.
La propia competencia laboral, las noticias y novedades, eran locales.
Ahora son mundiales. Y el hombre moderno no ha desarrollado todavía las habilidades y destrezas para lidiar con este nuevo panorama.
¿Quién puede seguir el ritmo del mundo entero, quién conoce el pulso de todas las partes del globo? Nos llegan noticias de sitios que no conocemos y que jamás visitaremos, con el sesgo claro del espectáculo: catástrofes, violaciones y asesinatos. Se puede uno volcar, interesar, por una catástrofe en la que poder actuar; pero no es factible manejar los problemas, literalmente, de todo el mundo. Podemos enfrentarnos a un terremoto, pero no a un terremoto todos los días.
Esta sobreinformación recuerda la sentencia taoísta por la que saberlo todo es equivalente a no saber nada: no se pueden digerir — por el momento — tantos datos. La solución que adoptamos para evitar que nos estalle la cabeza es la de ocultarla, como el avestruz.
Por otro lado, el hombre contemporáneo ha sido desprendido de todos los velos que cubrían su rostro. Ahora ve con claridad que los reyes no han sido puestos por la mano de dios, que los sacerdotes violan a niños y no temen a los castigos que saben que no existen. El hombre de hoy ha visto milagros a manos de la ciencia y el progreso, ¿para qué crer en los del Antiguo Testamento?
El hombre del siglo XXI es el hombre desengañado. Asqueado por cómo es el ser humano cuando se eliminan de su ecuación vital los valores morales que las iglesias han propugnado (y no cumplido), deja de creer en el sistema, deja de interesarse por la pútrida realidad, conformándose con una ilusión de realidad, con la sinopsis más que con la noticia, abrumado y sucumbido ante la avalancha global de maldad, desgracia y mezquindad que le bombardea. Los gobiernos habían estado equivocados todo el tiempo y han encontrado donde menos lo esperaban la manera de controlar al pueblo: no era ocultando información, sino distribuyéndola toda, cierta y falsa, como han conseguido cerrarnos ojos, boca y oídos. La sobreinformación nos paraliza.
Otra consecuencia del derrumbamiento de los poderes tradicionales es que el hombre tiende a agarrarse a cualquier cosa con el más mínimo viso de estabilidad, a un ancla gregaria que nos evite volar con el remolino y nos siga dando sentido de pertenencia al grupo: Madrid-Barcelona, PP-PSOE, … cualquier cosa vale, siempre que nos ceguemos (recuerda: ahí fuera todo deslumbra), que no cuestionemos más para no seguir desmoronándonos. Como Edipa Maas, buscamos alguna certidumbre. Muchas décadas antes que Llosa lo decía Ciorán en su Breviario de podredumbre: “incluso cuando se aleja de la religión, el hombre permanece sujeto a ella; agotándose en forjar simulacros de dioses, los adopta después febrilmente: su necesidad de ficción, de mitología, triunfa sobre la evidencia y el ridículo“.
Se queja el Nobel de que el intelectual ha perdido su papel prominente. Aquí se equivoca: el intelectual nunca ha sido relevante. Nunca, para el pueblo llano. Sí es cierto que su rol como consejero (ya sea en la vertiente religiosa o laica) ha desaparecido, pero no en virtud de una debilitación de su potencia, sino en caída de su posición como autoridad dictatorial. El sacerdote era el intelectual del pasado, y perdida la magia de su espectáculo y con las cartas sobre la mesa, no se le puede seguir respetando. Los nuevos intelectuales deben buscarse en otro sitio.
El moderno intelectual tiene que aprender primero a gestionar el inmenso caudal de conocimiento que ahora atesoramos. Más de un tercio de los autores del cánon occidental de Bloom escribieron sus obras en el siglo XX; el canon que se realice dentro de doscientos años con certeza incluirá un buen segmento de escritores de nuestra época. Cada día hay más que leer, más que absorber, más que comprender.
En un solo año el mundo entero cambia más de lo que cambió en todo el siglo XIX, y las consecuencias de cada variación que se produce son difícilmente analizables desde la vorágine. No faltarán los exegetas que, como siempre, den sentido y orden a todas las transiciones pero, también como siempre, cuando ya no sea necesario para encontrar una guía.
Y es aquí donde el papel del intelectual es tan relevante como en la apertura de nuevos horizontes. Los campeones del arte deben seguir rompiendo los techos y derribando los muros, ensanchando las fronteras del alma humana, pero los que no dispongan del talento necesario para ello — la inmensa mayoría — debe cumplir el papel de cicerone, de guía por entre la maleza de las creaciones de la historia. Y no desde la otra orilla, desde la barrera del conocimiento, gritando a voces que vayamos allí, que más allá de la literatura basura hay todo un mundo por descubrir, un mundo mejor, sino al contrario: acercándose y tendiendo la mano, estableciendo secuencias de lectura, hojas de ruta, explicando qué hay de bueno en un libro y qué hay de malo, orientando (por ejemplo) las siguientes lecturas. De nada sirve decirle a alguien que lea el Ulises de Joyce porque es brutalmente maravilloso: lo único que se conseguirá es apartarlo para siempre de la lectura. Con Joyce no se empieza; a Joyce se llega.
Hay que enseñar que se puede cruzar el puente, que existe un puente y que merece la pena cruzarlo.
Sobre esto, dice Vargas Llosa: “… Proust, Homero, Popper y Platón, pero difícilmente sus obras tendrán muchos lectores. ¿Para qué tomarse el trabajo de leerlas si en Google puedo encontrar síntesis sencillas, claras y amenas de lo que inventaron en esos farragosos librotes que leían los lectores prehistóricos?”
En este preciso punto, para explicar eso, es para lo que se necesitan hoy, más que nunca, los intelectuales.
Vargas Llosa nos entrega este llanto breve y de lectura ligera (con el espíritu de los tiempos), diciéndonos que no hay salida. No coloca ninguna piedra con la que pavimentar un camino para escapar de donde nos encontramos. ¿Cómo pretende entonces que lo escuchemos, que busquemos al intelectual, si es el primero en rehuir la responsabilidad de dar una propuesta?
Olvida en todo caso que la frase pan y circo lleva mucho siglos acuñada y que, aunque el ser humano, sea en su totalidad una obra defectuosa, no por ello deja de ser el más excelso animal de la creación en muchos momentos de su existencia.
Decía Indro Montanelli en la introducción de su Historia de Roma: “Lo que hace grande la Historia de Roma no es que haya sido hecha por hombres diferentes a nosotros,sino que haya sido hecha por hombres como nosotros.[…] Roma fue Roma,no porque los héroes de su historia no hubiesen cometido delitos y patochadas, sino porque ni siquiera sus delitos y patochadas, aun cuando grandes y a veces inmensos, pudieron mellar su derecho a la preeminencia”.
Hoy día el hombre globalizado puede parecer el más estúpido de la historia de la humanidad, pero ese mismo hombre cura hoy la mayoría de las enfermedades, ha puesto un pie en la Luna, es capaz de realizar, contrastar y comunicar grandes descubrimientos de forma instantánea a cualquier parte de la Tierra y no deja de crecer, de inventar, de buscar, de luchar.
Porque, citando a Lev Grossman, entre la desolación y el catastrofismo, ignorando el pesimismo ominoso que todo lo oscurece, “los tozudos brotes verdes se forzaban a través de las piedras del pavimento, rompiendo la vieja roca, a pesar de todo”.
Feliz Día del Libro.
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