Buenas costumbres
Con apenas diez años ya devoraba los libros. Era un lector solitario. Por aquel entonces, hace ya bastante más de dos décadas, no había recomendaciones de amigos, lectores o Internet. Lo único que había en aquella época era una biblioteca repleta de libros.
Durante las vacaciones la visitaba a diario, en ocasiones dos veces en el mismo día, cuando la novela que había cogido prestada por la mañana era breve o especialmente interesante. La biblioteca era un mundo de libros al que un pequeño lector como yo tenía acceso libre e ilimitado y en el que obtuve pronto algo que se me negó en casi todas las demás áreas de la vida hasta muchos años después: autonomía.
Allí me formé como lector, crecí con cada nuevo libro y aprendí a respetar mi propia opinión que, por aquel entonces, era la única que conocía. Entre los anaqueles de aquella biblioteca descubrí autores y novelas de los que nada más supe o a los que volví a encontrar pasados los años en listas de clásicos, imprescindibles, best-sellers o libros olvidables. En aquel tiempo sólo eran volúmenes que decidí coger y que no tenían más peso que el de la suma de sus páginas.