Wauk Egan y Rax
— No sé sobre qué escribir hoy, ni para quién — dijo Rax.
— No lo harás — dijo Wauk Egan –. No escribirás.
— Claro que lo haré. Quiero hacerlo. Sólo que… estoy algo cansado. Desorientado. Me faltan las fuerzas.
Sentados en el porche de la casa pasaban una de las últimas noches de verano. Egan abrió los brazos, abarcando los campos abandonados de Illinois.
— No lo harás. Nadie espera para leerte. No hay nadie.
— Lo sé –. Rax miró al suelo, abatido –. Hace tiempo que no hay nadie.
— Tú. Yo.
Rax asintió.
– Tú y yo, viejo amigo. Tú y yo.
Egan alzó la vista y sacó del bolsillo un cigarro seco y un mechero.
— Las estrellas, ¿eh? Buen tema. Buen público — dijo, señalándolas con el cigarro. Lo encendió.
— Están demasiado lejos. Nadie podría leerme allí y sus habitantes no me entenderían. Mis relatos les serían… extraños. No funcionaría.
— ¿La Luna?
— ¡Bah! ¿No me estás escuchando? Tampoco hay nadie allí –. Rax se llevó las manos a la cabeza –. No quiero escribir para el vacío.
— ¿Marte? — Egan chupó el cigarro sin filtro y la punta se iluminó como una bombilla.
— Marte. Podría ser. Quizá haya vida allí. ¿Cómo serán los marcianos?
Otra calada.
— No como los humanos, por supuesto — continuó Rax, poniéndose en pie y dando varios vueltas por el porche –. Quizá de piel azul, en contraste con el color del planeta. O rojos, dotados de un camuflaje natural por la evolución…
Miró a Egan con una sonrisa y alzó el brazo derecho apuntando hacia donde creía que estaba Marte. Una pequeña polvareda le revolvió el pelo dándole el aspecto de un profeta.
— Escribiré sobre Marte. Sobre los viajes del hombre a Marte. Sobre los marcianos, lo que nos querrán mostrar de sus costumbres y lo que no. Sobre sus miedos y los nuestros. Sí, escribiré sob–
Silencio.
Rax, con el brazo todavía alzado, permanecio inmóvil como un espantapájaros de piedra. El viento se retiró dejando la escena en calma.
Egan dio una lenta calada al cigarro, se levantó de la tumbona y caminó al interior de la casa.
Salió pasados unos minutos con el cigarro todavía encendido aunque a punto de consumirse. Con una mano sostenía una pesada batería autónoma y en la otra llevaba un paquete de cuartillas, una pluma negra y una cinta de datos.
Rodeó a Rax y pulsó dos interruptores de su espalda, desactivándolos. A la altura del esternón apareció una cinta. Estaba etiquetada con una X. La depositó con cuidado en una mesilla.
— Te dije que no lo harías.
Escribió una letra en la etiqueta de la nueva cinta de datos antes de introducirla por la misma ranura. La cinta desapareció con un ruido de correas y un chasquido.
— Lo hará la siguiente iteración, el siguiente robot autómata. Código de secuencia “Y”. R.A.Y.
A través de un enchufe en la zona lumbar conectó la batería a Ray y lo dejó cargando mientras apuraba el cigarro.
Una vez completada la carga de Ray, activó los dos interruptores y se conectó él mismo a la batería. Arrojó la colilla al suelo y encendió otro cigarro. Iba a ser una noche larga.
Ray comenzó a escribir en la primera cuartilla. Crónicas marcianas, leyó Egan.
Aquella parecía una buena historia.
— 0 —
Confío en haber despertado la curiosidad a quienes no hayáis leído las Crónicas marcianas. A los demás, a los que ya habéis disfrutado las 25 historias de Bradbury sobre Marte, espero que este humilde homenaje a su autor os haya arrancado una sonrisa.
Ray Bradbury nació en Waukegan, Illinois, en 1920, falleció el 5 de junio de 2012, y sus Crónicas marcianas son un ejemplo de lo mejor que ha dado la ciencia ficción.
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