Oct
14
2013

Sobre la traducción de Loki



Faltando a todas las costumbres y buenos hábitos sobre titulares, no hablaré en realidad ni sobre traducción ni sobre Loki, aunque este artículo tenga mucho que ver con ambos.

A principios de 2012 adquirí los derechos en castellano de una novela autoeditada titulada Loki. Contacté con su escritor, Mike Vasich, y pacté con él unos términos beneficiosos para ambas partes. No soy traductor ni pretendo ganarme la vida traduciendo (entre otras razones porque no sería capaz), pero he sido yo quien la ha traducido durante más de un año.

Loki

Aunque seguro que hay casos previos que desconozco a día de hoy, creo que Loki es la primera novela moderna en cuyo proceso de publicación, tanto en inglés como en español, no ha participado ninguna editorial: para Loki sólo han intervenido su autor y su traductor, las dos personas que, mejor o peor, han hecho el trabajo. Vasich autopublicó la edición en inglés y yo autopublico la versión en español.

¿Razones para emprender este proyecto? Muchas. Reto personal. Aprendizaje. Experiencia. Entretenimiento. Pero, principalmente, como se dice en informática, Loki es una prueba de concepto, un experimento que demuestra que algo es posible, que puede hacerse. Loki confirma que a los traductores se les han acabado las excusas: están en disposición de cambiar su propia situación.

Los escritores son la base de la literatura de una lengua, pero los traductores siguen y seguirán siendo la pieza principal del entramado global de la literatura. Repito el lugar común por si alguien todavía no lo ve claro: no existiría una historia mundial de la literatura sin traductores. Y, sin embargo, siguen siendo el patito feo de esa historia.

Hace unos meses (que me disculpen los académicos por no buscar los tuits para incluir las referencias), Joe Abercrombie se quejaba en Twitter del trato que recibía de las editoriales por sus ebooks. Decía que los porcentajes (royalties) que le ofrecían por sus libros digitales eran ridículos si se comparaban con lo que le ofrecía Amazon, y advertía que esa política no era sostenible.

Hablando en general, y sin conocer los términos específicos del contrato de Abercrombie, una cláusulas generosas para libros digitales suelen dejar al autor en torno al 25 % de cada venta. Amazon ofrece el 70 %.

Por ejemplo: la trilogía digital completa de La primera Ley, en inglés, se vende en Amazon por 18 €. Con el contrato (teórico) del 25 %, a Abercrombie le corresponderían 4,5 € por cada venta. Amazon le da 12,6 €, casi el triple, si se salta a la editorial y cuelga él mismo sus libros.

Los autores empiezan a estar hartos de malvivir tras hacer el trabajo por el que come toda la cadena editorial. Los traductores también. Al leer esos tuits, me preguntaba cuánto tardaría Abercrombie en lanzarse a publicar en digital por su lado. Y también pensaba sobre cuánto tardarían los traductores en aceptar de que ellos son la siguiente fase del proceso. Me puedo imaginar a Gemma Rovira, a Manuel de los Reyes y a Cristina Macía hablando directamente con Rothfuss, Bacigalupi y Martin para ofrecerles contratos de traducción y gestión de derechos en castellano en los que los porcentajes para escritor y traductor sean mucho más jugosos que los que obtienen de las editoriales.  Puede que los sellos se hayan encargado ya de blindar sus grandes sagas (no me imagino a Alejo Cuervo dejando marchar los derechos de Winds of Winter), pero, tras dichas sagas, los escritores siguen escribiendo y no todos los libros están precontratados.

No ignoro que las editoriales ofrecen anticipos por los derechos de publicación en otros idiomas. Con autores autopublicados es mucho más fácil negociar ese escollo, dado que no exigirán anticipos o aceptarán unos mucho más bajos. El principal reto es encontrar un libro autopublicado que interese al traductor. Puede que no sea tarea sencilla, pero si uno se quiere saltar la cadena editorial, tiene que asumir parte del trabajo que ésta hace. (En mi caso, no tardé ni media hora desde que comencé a buscar hasta que empecé a escribir a Vasich).

Por otro lado, ¿qué impide a un traductor trabajar sobre textos cuyos derechos ya han expirado y por los que no tiene que desembolsar un euro? En Gutenberg hay miles de libros pendientes de traducción sobre los que no pesa ninguna losa legal, y en Public Domain Day se incluyen los autores cuyas obras han pasado a ser de dominio público: en los dos últimos años, y cito sólo a los más populares entre muchos, Robert Musil, Stefan Zweig, Henri Bergson, James Joyce, Rabindranath Tagore y Virginia Woolf.

Los siglos han dejado un rastro casi infinito de obras memorables. Nada impide que los jóvenes trujamanes se atrevan por su cuenta con Homero, que aparezca una nueva y revolucionaria traducción de Guerra y Paz, o que algún artesano de la palabra se decida a verter por primera vez al español los Miscellany Tracts de Browne.

Admiro profundamente la labor del traductor. Creo que se trata de una profesión exigente, que requiere un dominio profundo de los idiomas y las culturas. Opino además que el traductor no sólo carece de prestigio cultural, sino que ni siquiera obtiene recompensa económica suficiente por su labor. El traductor, permítanme la vulgaridad, es la puta peor pagada del mundo intelectual.

Pero hoy día los traductores ya no dependen exclusivamente de las editoriales para poder recibir un salario por su trabajo, sino que, como los escritores, tienen a su disposición las herramientas necesarias para ser autónomos. No seré yo quien cuestione importancia de las editoriales (aunque muchas hayan perdido el norte, siguen siendo fundamentales), pero es importante reconocer que existen más alternativas, saber que se pueden abrir caminos que, en mayor o menor medida, sólo dependen de uno mismo.

Amigo traductor, deja tus dudas a un lado y piénsalo: si alguien ajeno a la profesión puede recorrer esos caminos, ¿cómo no vas a poder hacerlo tú?


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